Me gustaría pensar que ahí, al fin de todo o al principio de casi nada, está la patria. La patria que era Mayúscula, hasta que la dejamos ahí, olvidada, traída de apuro para alguna fiesta escolar. minúscula.
Hubo épocas, muchas, en que muchos hombres se mataban y mataban por eso, por la patria. O por lo que la patria pensaban que era. Por su propia idea de la patria.
Por suerte, dicen casi todos, esos tiempos se fueron, definitivamente. Ahora hay palabras, sólo palabras. El tiempo es pálido y las causas suelen ser "un plan", "un cargo", una casa grande con un jardín al frente y un niñito en la puerta. Agreguénle, si quieren, cuatro perros y un gato.
La última es una buena causa, para los que la tienen. Sin llegar a matar, más de uno se corrompería por eso. Olvidaría al niño que jugaba, al adolescente que corría, al joven dispuesto a dar la Vida por la Patria. Su Patria.
Para las otras causas hay justificativos varios. La pobreza, la ambición, los "negocios". Estos últimos siempre ejercidos por los buenos padres de familia, que nunca se permitirían tener un hijo dispuesto a cambiar el mundo.
Porque esos buenos padres guardan un secreto que transmiten rápido. Ellos saben, ¿cómo no irían a saberlo?, que hay algo inmutable. Que el mundo no cambia. Que es así y así hay que acomodarse, aunque de a ratos duela el cuerpo y moleste el alma.
Eso se olvida rápido.
Al fin y al cabo, la patria minúscula, pobrecita, sólo pide una escarapela en el pecho, una bandera en el balcón, dos o tres veces al año.
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